LECTURAS DE FIN DE SEMANA

Medio siglo del ‘boom' de la no­vela la­ti­noa­me­ri­cana

Dos Nobel y un fiasco

Al cum­plirse el medio siglo de la pu­bli­ca­ción de Rayuela , de Julio Cortázar, en el fe­nó­meno del boom de la no­vela la­ti­noa­me­ri­cana no ha sido oro todo lo que re­lucía

Rayuela de Julio Cortazar
Rayuela de Julio Cortazar

Allá por 1968, el se­ma­nario ma­dri­leño de in­for­ma­ción ge­neral SP -las si­glas no que­rían decir nada, sim­ple­mente son las dos con­so­nantes que más veces van unidas en el lé­xico cas­te­llano- de­dicó una de sus por­tadas a la ex­plo­sión li­te­raria de la no­vela his­pa­no­ame­ri­cana, pro­ta­go­ni­zada por un puñado de no­ve­listas del otro lado del Atlántico. El fe­nó­meno li­te­rario re­cibió el ca­li­fi­ca­tivo de boom , un tér­mino de origen an­glo­sajón y muy poco en con­so­nancia con el idioma es­pañol en el que es­cri­bían los na­rra­dores de dis­tintos países del otro lado del Atlántico, que lo pro­ta­go­ni­za­ban. Si es­cri­bían en ese idioma, lo ló­gico era que se les ad­je­ti­vara como his­pa­no­ame­ri­ca­nos, tér­mino que luego dio paso al más ge­né­rico de la­ti­noa­me­ri­ca­nos, aunque ya no es­cri­bamos en la­tín.

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El acta de nacimiento del boom había sido un libro publicado por el escritor argentino, Luis Harss, en 1966 y titulado Los nuestros, un texto entre el reportaje periodístico y la crítica literaria. Detrás de este movimiento se encontraban algunas editoriales, entre ellas la española, con sede en Barcelona,  Seix Barral y la argentina Editorial Sudamericana, que publicó el volumen.

El autor había conversado por extenso con diez novelistas y ofrecía datos biográficos intercalados con críticas y comentarios de las obras. En realidad no eran todos los que estaban ni estaban todos los que eran, pero casi medio siglo después se comprende que para lanzar una nueva hornada de jóvenes escritores no muy conocidos, había que envolverlos entre las plumas de autores ya consagrados.

El repaso comenzaba con los muy conocidos Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo, a los que seguían los menos conocidos -entonces- Juan Carlos Onetti, el brasileño Joao Guimaraes Rosa y Carlos Fuentes. La lista se completaba con los verdaderamente neófitos: Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y otro que, a juzgar por la cortedad del texto que se le adjudicaba en el libro, lo habían incorporado a última hora, aunque más por lo que prometía que por lo que había escrito hasta ese momento: Gabriel García Márquez. Estos últimos iban a conformar realmente el boom, al menos en lo que se refiere a las ventas.

La mayor parte de los escritores hispanoamericanos miraban más hacia América del Norte que a Europa, no digamos a España, en busca de los maestros indiscutibles de la novela. Los modelos eran Ernest Hemingway (1899-1961), el narrador de historias por excelencia; la novela _Manhattan Transfer, de _John Dos Passos (1896-1970), con su descripción de una noria de personajes, sin pretensión de profundizar en su psicología, y que poco a poco van relacionándose; y William Faulkner, cuyas técnicas novelísticas habrían de hacer estragos entre sus seguidores del sur continental.

Faulkner (1897-1960) había desarrollado una serie de ideas de otros novelistas europeos hasta hacer una creación propia. Los personajes parisinos que conformaban la obra literaria de Honoré de Balzac, interrelacionados todos entre sí, y luego la de Émile Zola, fueron una inspiración para que Faulkner creara un territorio fantástico, que situó en el sur profundo de Estados Unidos, en su estado natal de Misisipí, en cuyo marco tiene lugar la acción de la mayor parte de sus novelas: el mítico condado de Yoknapatawpha. Incluso se inventó un mapa con los accidentes geográficos que aparecían en los libros.

Era esta una poderosa y sugestiva idea a la que difícilmente podía sustraerse un escritor novel que se mirase en el espejo faulkneriano. Juan Carlos Onetti había establecido la ciudad de Santa María; por ella se deslizan sus personajes sin ninguna tensión vital, a los que nada les pasa. Tampoco nada relevante le sucedió al escritor uruguayo que era un gran prosista, pero no tenía nada que contar y poco sobre lo que reflexionar. Así que sus relatos son insulsos, carecen del más mínimo interés y aburren a los lectores que en su gran mayoría atienden más a la acción que al idioma.

Ese no fue el caso de García Márquez. Porque el colombiano se sacó de la pluma el pueblo de Macondo, una localidad tropical, trasunto de su localidad natal de Aracataca, y a la familia Buendía. Al principio escribió unos cuantos relatos menores y no muy extensos, como _Los funerales de la mamá grande _o  El coronel no tiene quien le escriba. Luego, se decidió a escribir una relato más largo, una novela, con las historias que había oído en su entorno familiar y sin edulcorarlas con un tono heroico o épico (fuentes literarias y técnica narrativa que también había seguido Faulkner). Al contrario que otros, García Márquez sí tenía cosas que contar acudiendo a lo que se ha adjetivado como ‘el realismo mágico'.

Porque todo lo que ocurre en Macondo es desmesurado y lo real causa admiración a los habitantes del pueblo, como la llegada del ferrocarril, y al lector los hechos más aparentemente fantásticos, llenos de magia (en las dos acepciones de la palabra), como la lluvia de flores amarillas, el insomnio que dura meses o la peripecia de Aureliano (que escapó a 14 atentados, a 73 emboscadas y a un pelotón de fusilamiento).

**Cien años de soledad **

Es fama que el original, al que puso el título de Cien años de soledad, durmió el sueño de la injusticia algún tiempo en el cajón de la mesa de un editor mexicano. Hasta que, por fin, la publicó la Editorial Sudamericana en Buenos Aires y fue un suceso instantáneo y total. La primera edición tenía como improvisada imagen de portada -la prevista no llegó a tiempo a la imprenta- un galeón varado en medio de la selva. El destino quiso que una casualidad simbolizara lo que había ocurrido en aquellas tierras hacía cinco siglos.

El libro estaba respaldado por una prosa fluida y brillante, con un manejo del idioma en todas sus facetas como es norma en un país como Colombia, en donde se habla y escribe, sin lugar a dudas, el mejor español de todas las latitudes. Es legendaria su preocupación por la exactitud en el uso del idioma y hasta los errores mecanográficos le molestaban.

A partir de ahí, se apartó de Macondo, pero todo lo que escribió Gabriel se ha visto coronado por el éxito, aunque la fama se la haya llevado la primera novela, hasta coronar su carrera literaria con el Premio Nobel que le concedió la academia sueca en 1982.

Más tuvo que esperar la otra cumbre del boom, Vargas Llosa, para obtener ese galardón, que no le llegó más que hasta 2010. El novelista peruano (y también español por afinidad y naturalización) no pensó nunca en recrear una región ficticia para reflejar sus experiencias vitales. La primera novela comenzó a escribirla en los veladores del café Jute (un acrónimo de los dueños, Julián y Teodora), frente a la verja del Retiro madrileño, y la terminó en París. La ciudad y los perros. Obtuvo con ella el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral de Barcelona.

A Vargas, Faulkner le influyó en la técnica narrativa James Joyce ya había indagado en el alma de los personajes. Hasta entonces el narrador, fuera en primera, tercera e, incluso, segunda persona era un ente exterior, omnisciente, pero sin meterse dentro de la piel de los personajes. Faulkner dio un paso más en El sonido y la furia al jugar a la vez con el espacio y el tiempo de sus protagonistas, al exponer el interior de varios protagonistas a la vez, sin transición y que, además, viven en momentos distintos. Algo muy difícil de seguir para el lector ordinario.

Pantaleón y las visitadoras

El escritor peruano se inspiró en este recurso literario para escribir _La casa verd_e y Conversación en La Catedral,  dando alguna pista al lector para aclarar quién está hablando. Luis Harss en Los nuestros le ponía la pega al primer Vargas de que no recurría al humor. Y era cierto. Pero a continuación vinieron _La tía Julia y el escribido_r y Pantaleón y las visitadoras para dar un mentís rotundo a aquella afirmación.

Conversación... es también el punto de partida de Vargas para comenzar a separarse de lo que entonces se venía llamando el compromiso, que tenía a la revolución castrista como modelo político. El protagonista, Santiago Zavala, Zavalita, se vincula en Lima a las organizaciones afectas al partido comunista, pero luego se aparta de ellas.

Desencanto que fue viviendo el novelista hasta que en 1971 se conoció el caso Heberto Padilla, el poeta cubano que desertó ideológicamente del aparato castrista y fue encarcelado. Padilla consiguió la libertad, gracias a los buenos oficios de García Márquez, que continuó siendo amigo íntimo de Fidel Castro, aunque su entusiasmo por el régimen de La Habana ya no fuera tan intenso. Los cubanos habían obtenido hasta ese momento un gran rendimiento propagandístico, tutelando el éxito de los escritores del boom.

Ese patrocinio fue relevante en los primeros años del boom. En la red se puede leer una carta que Julio Cortázar envió a Vargas en 1965 con encendidos elogios para La casa verde, que el autor peruano le había enviado en manuscrito para conocer su opinión. Entre las lisonjas, Cortázar emite una afirmación con un claro contenido político progresista: "Vos sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte  hecho lo que sos".

La cita además comparaba a Vargas Llosa con Alejo Carpentier, al que alude expresamente en la carta, y al que niega el pan y la sal como novelista, reconociendo su buen estilo, sí, pero tildándole de "anacrónico", en contra de lo que estimaba el peruano. Quizá Cortázar quería castigar al autor cubano por la filosofía que subyace en El siglo de las luces, un relato de la repercusión que tuvo la Revolución Francesa en La Habana española de principios del siglo XIX, no muy acorde con los principios del castrismo, aunque Carpentier colaboró con el régimen. Este libro, que se publicó en 1962, fue ensalzado por toda la crítica.

No están mal los elogios y son para que en aquella época Vargas Llosa se hubiera ruborizado, pero la frase encierra también una retórica propia del gauchismo del narrador argentino, que apenas conocía verdaderamente la realidad latinoamericana. Había nacido en Bruselas y vivió casi toda su vida en Europa, principalmente en París, desde cuya orilla izquierda pontificaba sobre la otra orilla del océano.

Quizá con esa actitud Cortázar reflejaba inconscientemente un cierto resentimiento referido a que no era un novelista puro de la categoría de Carpentier, al mismo tiempo que veía cómo surgía una nueva hornada de jóvenes escritores que le iban a superar en ese terreno. El escritor peruano ya apuntaba como un poderoso novelista y narrador desde sus primeras obras, y esto lo detectó el argentino inmediatamente. Porque la especialidad de Cortázar era la narración corta en la que llegó a ser un maestro, como lo demuestra el titulado Las babas del diablo, convertido por Michelangelo Antonioni en Blow-up, un filme extraordinario. Un género que quizá él sentía como menor, pero que no tiene nada que envidiar a los demás, género precisamente premiado este año con el Nobel de Literatura en la persona de la canadiense Alice Munro.

Rayuela

Quizá esa fue la razón por la que Cortázar se decidió a probar fortuna en el terreno de la novela. El resultado fue Rayuela (1963), un texto incoherente de más de 400 páginas, arduo de leer, que narra en dos partes inconexas las peripecias del protagonista, primero en París y luego en Buenos Aires, sin ninguna sustancia. El autor se puso a la máquina y fue escribiendo capítulos con ocurrencias poco hiladas. Lo mejor del volumen es el título y la portada de la primera edición, que reflejan el popular y sencillo juego infantil, conocido en todo el mundo desde hace siglos.

Pretende ser graciosa en algunos pasajes y sólo lo logra con la complicidad de los lectores, previamente entregados a la consideración de que Rayuela es una obra genial. Entonces estos lectores eran los que pertenecían al círculo de los snobs de la literatura y aspiraban a ser en Europa la vanguardia política de la revolución cubana. Con el tiempo, la aureola de genialidad de la novela ha quedado entre los gurús veteranos de la pretendida modernidad sempiterna.

Leída con la sensibilidad actual, el relato incurre a veces en la más flagrante incorrección política. Por ejemplo, la sorna para provocar las risas del episodio en el que el protagonista Oliveira asiste al estreno de una delirante obra de la compositora de música clásica moderna, a la que bautiza como Berthe Trépat. Había poco público, al final se queda solo con ella y ésta pretende llevarlo a un hotel. La descripción grotesca de la señora provoca las iras de cualquier persona sensible. Y lo mismo ocurre con la muerte de un niño minusválido, llamado Rocamadour, en recuerdo del santuario francés que en el medievo quiso rivalizar con Santiago de Compostela.

No se puede obviar otra de las ocurrencias de Cortázar que hace medio siglo llamó tanto la atención. Tras acabar los 56 capítulos en 400 páginas de la narración principal, añadió 235 más divididas en otros 99 capitulillos con comentarios y digresiones que no añaden absolutamente nada al hilo de la narración principal. Entonces elaboró una lista intercalando las dos partes para que la novela se pudiera leer de dos maneras. Ni que decir tiene que el orden de los primeros 56 capítulos sigue inalterado, sin que sufra cambios por los comentarios intercalados. Esta ocurrencia fue muy admirada por sus seguidores que la calificaron de "genialidad", pero lo único que consigue es hacer todavía más árida la narración.

Para insuflarse ánimos, Cortázar recurre al expediente de ridiculizar la prosa de Galdós con otra genialidad: alterna en las líneas sucesivas de un mismo párrafo un texto del escritor canario con su comentario irónico. El estilo no era el fuerte de Don Benito, pero sus novelas -resaltemos Fortunata y Jacinta- están a la altura de los grandes genios del siglo XIX, Dickens, Balzac, Dostoyevski, Tolstoi, Zola...

Rayuela se jaleará en estos meses al cumplirse los 50 años de su publicación. Desde luego lo mejor para certificar estas apreciaciones es leer el volumen, aunque sólo sean los 56 primeros capítulos. Pero mucho más plácido y reconfortante sería volver a tomar sus libros de relatos cortos para apreciar la calidad del escritor argentino.

 

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