GEOPOLÍTICA

Testimonios y el embajador alemán en Madrid

A pro­pó­sito de lo re­ve­lado por el se­ma­nario Der Spiegel sobre el 23-F

Lothar Lahn
Lothar Lahn

El se­ma­nario alemán Der Spiegel ha pu­bli­cado un ex­tracto de un te­le­tipo del em­ba­jador alemán en Madrid en 1981, Lothar Lahn, en el que da cuenta a su mi­nistro de la con­ver­sa­ción amis­tosa que ha man­te­nido con el rey Juan Carlos el 26 de marzo, es de­cir, poco más de un mes des­pués del in­tento de golpe de es­tado de fe­brero. Lahn da cuenta de unas tomas de pos­tura de la per­sona real, que ve­nían in­coán­dose desde unos años an­tes, de­bido a la pro­funda ene­mistad entre don Juan Carlos y el pre­si­dente del go­bierno Adolfo Suárez. Soy tes­tigo de que además había una ani­mad­ver­sión so­te­rrada del rey y de los altos mandos mi­li­tares hacia el vi­ce­pre­si­dente del go­bierno en­car­gado de los asuntos de de­fensa, tte. ge­neral Manuel Gutiérrez Mellado, de lo que diré algo pronto.

Según el cable del embajador alemán, el rey "no dio muestras de antipatía o agravio respecto de los autores,  sino más bien comprensión, y acaso simpatía". La responsabilidad de la intentona recae en el entonces presidente del gobierno, Adolfo Suárez, porque (dice el semanario) había fracasado en "establecer relaciones con los militares"  y no tomó en cuenta sus "deseos justificados". El rey, además, habría dicho al embajador que los insurrectos "sólo querían lo que todos pretendemos, el restablecimiento de la disciplina, orden, seguridad y calma". El rey, al parecer, había instado a Suárez a atender las "ideas de los militares", pero sin éxito.

Por puras razones profesionales, por un lado, y de larga amistad con una persona con acceso e influencia directa sobre Adolfo Suárez, por otro, reuní una serie de testimonios que confirman lo que dice el embajador. Vayamos por partes, de lo más antiguo a lo más nuevo.

Yo venía publicando en el diario El País, desde mi ingreso en el periódico en 1976, informaciones y artículos analizando la política de defensa española, que en aquellos tiempos era más bien la política de cada uno de los cuarteles generales, como lo había dispuesto Franco. A mí me parecía que la marina era el servicio con una actitud más profesional pero también extremadamente conservadora; la fuerza aérea se estaba poniendo al día en armamento y doctrina, pero procuraba no llamar la atención. El ejército, por el contrario, padecía graves tensiones, unas de tipo ideológico (la clandestina Unión Militar Democrática, etc.), otras de desconcierto ante la falta de respuesta eficaz a los asesinatos de ETA y otros grupos extremistas, que habían tomado a los militares del ejército como blanco preferente.

El gobierno estaba abrumado por la presión militar y las continuas muestras de descontento que gran parte del generalato daba, rayanas en algunos casos en la insubordinación.

Yo había establecido contactos ocasionales con un coronel de carros de combate, destinado, creo recordar, en el gabinete de Gutiérrez-Mellado. Le pedí que gestionase una entrevista mía con el tte. general. Y en efecto, me la consiguió, y Gutiérrez-Mellado me citó en el palacio de la Moncloa a primeros de diciembre de 1976. Entonces empezaron a ocurrir cosas curiosas.

Un almirante en retiro, padre de un amigo mío, me llamó un día para decirme que le gustaría hablar conmigo. Nos reunimos y me hizo un extenso alegato contra el tte. general y vicepresidente del gobierno, en base a su aparente incapacidad de encauzar el descontento militar. Luego me llamaron dos o tres militares de alta graduación (retirados) con el mismo fin.

Yo, naturalmente, estaba escamado, pues todo ello parecía obedecer a una operación bien planeada para condicionar mi opinión. Mi suspicacia, sin embargo, se debilitó algo cuando fue el entonces coronel Emilio Alonso Manglano, al que yo conocía desde los días del diario "Madrid" y que tenía reputación de ser uno de los hombres de la Zarzuela en los servicios secretos, quien me llamó. La conversación con Manglano me convenció de que la crisis militar no era cuestión de algunos descontentos, sino que se trataba de un choque de instituciones: la corona y el gobierno.

Acudí a la entrevista en La Moncloa. Para mi desconcierto, el tte. general me dijo que era la primera entrevista de prensa que concedía, y que si daba noticia de que había tenido lugar "le meteré en un castillo". Naturalmente, podría escribir mis impresiones y opiniones sin atribución. Se mostró muy beligerante y algo destemplado con los jefes militares que le atacaban. Profirió una segunda vez la amenaza del castillo. Le pregunté si la tensión que se estaba viviendo no se aliviaría si el gobierno anunciaba que se proponía acelerar todo lo posible el ingreso de España en la Alianza Atlántica. Ello daría seguridad a los militares sobre el anclaje de España en el mundo occidental y les tranquilizaría respecto de su futuro profesional. Me dijo que no era posible: en ese momento había una oposición cerrada del partido socialista, lo que podría crear más motivos de división en medio de una crisis económica profunda y otra de terrorismo.  Saqué la impresión de que no tenía más apoyo que el de Adolfo Suárez.

Lo que publiqué era muy crítico con él, sobre todo porque se mostró destemplado y a la defensiva ante desafíos tan graves. Mi artículo venía a sugerir que no era en ese momento el hombre para superar la crisis militar. Años después me dijo que le había dolido mucho lo escrito por mí. Yo lo lamenté. Pero yo no había acudido a él más que para hablar de política de defensa y me encontré a un hombre librando una batalla personal. Que, por otra parte, culminó con coraje excepcional el 23 de febrero en el Congreso de los Diputados.

Dos hilos que conducen al 23-F

Tres años después pude recoger el hilo de ese desencuentro entre don Juan Carlos y Adolfo Suárez. El hilo pasó por dos manos. La primera era la de Rafael Calvo Serer, presidente del diario "Madrid" y hombre próximo a círculos monárquicos leales a don Juan de Borbón. Rafael siempre traía noticias frescas a las reuniones con su tertulia. Pocas semanas antes del 23 de febrero habló de "un grupo de 100 oficiales con mando de tropa" que estaban dispuestos a intervenir. Esto fue más o menos en los mismos días en que se supo que el diputado socialista Enrique Múgica se había reunido con el general Armada en Jaca. Cosa significativa si se tiene en cuenta que en febrero el rey nombró  al general segundo jefe de estado mayor del ejército. Todo lo dicho en este párrafo no es nada revelador, pues en su momento se supo y se analizó. Sin embargo, a la luz de lo dicho por el embajador Lahn, quizás al nombramiento de Armada se le pueda dar una interpretación diferente de la que se dio después del golpe: que el rey le había devuelto al ejército, para que no ejerciera presión de cualquier tipo sobre él.

El último testimonio que recibí por el segundo hilo es el más sugestivo, pues muestra hasta qué punto don Juan Carlos estaba dispuesto a deshacerse de Suárez a cualquier precio. Me vino por Eduardo Navarro Álvarez, un viejo amigo mío del colegio mayor Santa María de Europa con quien mantuve larga amistad. Eduardo había sido vicesecretario general del Movimiento cuando Suárez era el secretario general. Luego fue subsecretario de Gobernación y desde ese puesto preparó para Suárez reformas y leyes políticas.

Suárez, que se llevó a Navarro a su bufete cuando dejó el gobierno, le había confiado lo siguiente: un día fue convocado por el rey a la Zarzuela. Al entrar, para su sorpresa, se encontró en una sala a cuatro altos mandos militares. El rey se excusó un momento y salió, dejando a Suárez con los tri-estrellados. Éstos le pidieron que presentara la dimisión. Suárez preguntó por qué razón: uno de ellos le dio una respuesta algo truculenta. Suárez anunció su retirada del cargo y, de hecho, de la vida política activa.

Todos los que me hicieron las confidencias han muerto. No podrán ni confirmar ni negar lo que aquí relato. Tampoco soy ya rehén de mi promesa de no revelarlas. Lo único que puede tener algún significado son los testimonios de un observador de la vida nacional que miraba por los huecos por los que sus contactos le permitían de vez en cuando observar  una España convulsa.

Antonio Sánchez-Gijón es analista de asuntos internacionales.

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